POSICIÓN EN EL MUNDO Posición en el mundo
Desde las costas de Yucatán, ubicadas a menos de doscientos kilómetros del continente sudamericano, hasta Trinidad, situada a algo más de diez kilómetros, el archipiélago se extiende a lo largo de los cuatro mil kilómetros, o casi, de un arco geográfico que une las dos masas continentales americanas. El vocablo Caribe remite, en primer lugar, al mar del mismo nombre, elemento de continuidad en medio de un conjunto terrestre fragmentado, bien por bloques levantados o sumergidos, entre los cuales los pasos son escasos y difícilmente franqueables, bien por una serie de islas que marcan la vertiente oriental de esta masa líquida. Archipiélago, mar Caribe, ahí está el epicentro, la intensidad máxima del «Caribe», aunque no lo limita. El Caribe es también el golfo de México y las Guayanas y su intensidad, aunque de menor magnitud, tiene resonancias en todas las costas, desde el río Grande hasta el Orinoco. Tiene la región límites bastante variables y una superficie más o menos extensa, según los fenómenos y los períodos. Pese a ser la expresión de una realidad física, el Caribe es sobre todo un acontecer histórico y una cultura. Esta variación reside en la percepción que de él tienen las gentes que allí viven; las formas en que la expresan, la nombran y la hacen. Se es Caribeño porque, comparado con un «allá» lejano, se es diferente. Cuando se mira de cerca, resulta una obviedad que el vivir Caribe es el de una isla, de una tierra, cuando no de un valle, que se diferencia de sus vecinos. Esta forma de pertenecer a un mundo es un modelo bastante generalizado, válido para numerosas regiones del mundo pero, particularmente acentuado en el Caribe. Con el paso del tiempo y a través del espacio, el Caribe se revela simultáneamente continuo y discontinuo, uno y múltiple, grande y pequeño. Sus límites no son nítidos; pero por poco que uno busque, su existencia y su realidad se convierten en otras tantas evidencias. Igual que en otros lugares del mundo, se ha hablado muchas veces de «Mediterráneo», Mediterráneo americano en este caso. Ateniéndonos a la lectura que hizo del mar epónimo el gran historiador Fernand Braudel y del concepto que se construyó merced a distintas aportaciones y debates, es interesante considerar al Caribe como uno de los Mediterráneos del mundo. El Caribe es un mar enclavado entre dos continentes, el norteamericano y el sudamericano, aunque la sarta de islas deje una apertura en la vertiente oriental. El oeste y el este se podrían asimilar a dos estrechas franjas de tierra, istmo y archipiélago, que unirían las dos masas de la tierra emergidas. El archipiélago, en forma de arco geométrico, crea dos entidades distintas que se comunican entre sí y se identifican perfectamente. Fernand Braudel, en ese fresco histórico que titula, «El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II» describe este mar como «una sucesión de llanuras líquidas (…), estrechas, unos narrow-seas que crean mundos «cada uno con su carácter diferente, su modelo de barcos, sus costumbres, sus propias leyes de la historia». Iguales palabras pueden aplicarse, con escasos matices, al mar del Caribe. En efecto, islas, estrechos, canales entre las islas, son otros tantos mundos que se diferencian unos de otros. Del uso de la palabra Mediterráneo no queda, en general más que la idea de Mare Clausum y Mare Nostrum de los Estados Unidos. Esta única dimensión es de por sí reductora. La noción de mediterráneo tiene, en términos modernos, mayor significado cuando se le añaden a las nociones de mares más o menos cerrados, características propias, redes de navegación, contacto entre sociedades con niveles de desarrollo y sistemas culturales diferentes y los diversos y frecuentes intercambios que dan origen a culturas híbridas. El mar y su mecanismo de intercambios entre distintas cuencas, con tráfico de ida y vuelta, rutas circulares y entrecruzamientos, van conformando ese contacto permanente. Evidentemente, las denominaciones «Mar Caribe» «Región del Caribe» están henchidas de historia y expresan, del mismo modo, una realidad física. La originalidad física de la región se fundamenta igualmente en la existencia de tres de los más grandes ríos del mundo que alimentan las aguas marinas y crean turbulencias arcillosas que se encuentran, hasta bien lejos en alta mar, mezcladas con las aguas saladas. El río Amazonas y la potente corriente que genera, bordean las costas de las Guayanas, y sus efectos se notan hasta la altura de Trinidad, donde el Orinoco deposita sus propios aluviones. Los manglares se extienden por todo el litoral bajo del continente sudamericano. En el norte, por el contrario, el delta del Misisipi acumula aluviones en los fondos marinos y provoca el importante avance de las tierras hacia el mar. Las costas del mar y de la cuenca del Caribe forman así una sucesión de largas franjas arenosas o de manglares interrumpidas por costas rocosas originadas muchas veces por el volcanes. Durante la larga historia de los asentamientos humanos en el continente americano, prevaleció la función de puente, favoreciendo primeramente las migraciones del norte hacia el sur antes de que las poblaciones del Orinoco invirtieran los flujos a partir de la era cristiana. Aquellas civilizaciones utilizaron el archipiélago para pasar de una isla a otra, aprovechando el que las distancias entre las distintas islas siempre eran cortas. Los movimientos cambiaron de rumbo y tomaron una ruta de este a oeste pero el archipiélago, tras la llegada de los europeos y, en primer lugar de los españoles, siguió haciendo de puente, de vado. Los siglos XV y XVI no modificaron esta función. Situadas a medio camino del istmo americano, las islas se convirtieron en un centro de abastecimiento en agua y en víveres. De lo que había sido vado, el siglo XVII hizo encrucijada de caminos. A partir del siglo XVI y, sobre todo de los siglos XVII y XVIII, el Caribe llega a ser el área periférica más rica de Europa. Durante el mismo período, la actividad económica y los intercambios entre los distintos litorales, a pesar de la oposición de las metrópolis, contribuyeron a hacer del Caribe una zona dinámica. Las mercancías cambiaban de lugar, los hombres viajaban, a veces contra su voluntad. En todas aquellas situaciones el Caribe era avistado, explorado, profusamente dibujado por los cartógrafos de todas las potencias marítimas. Por todos esos lugares se cruzaban hombres llegados de Europa de distintos orígenes y con motivaciones muy distintas: aventureros pero, también científicos, plantadores y militares. Al fin, las Antillas eran los centros en donde se repartían las poblaciones arrancadas de las costas africanas, víctimas del horrendo comercio y de la explotación de esclavos que iban a poblar las plantaciones de las Américas y de las Antillas. Las islas eran además una plataforma al transformarse en proveedoras de productos de lujo, poco abundantes y exóticos. Convergían allí las telas procedentes de Europa, los muebles, el bacalao, el azúcar, el tabaco o el añil. Los cambios políticos y económicos del siglo XIX provocaron una nueva metamorfosis. cuando en el Caribe resonaron los ecos de la emancipación del continente americano, éste, como entidad, se alejó de Europa. Muy cerca de los recién creados Estados Unidos que iban sellando su destino, se convirtió, según la consabida expresión, en su traspatio, sin que se plasmasen los sueños sudistas ni el proyecto de una federación que incluyera al Caribe. La zona ya estaba dispuesta para la fragmentación contemporánea y las discontinuidades de toda clase: políticas, con la aparición de Estados a veces minúsculos, y económicas porque, en estos nuevos contextos, los Estados de espacio reducido, difícilmente podían conservar su sitio al lado de los grandes. Hoy, el mundo caribeño se halla fragmentado y dividido en una multitud de entidades políticas. Las más extensas se encuentran en el continente o en las grandes Antillas. En ambos casos, las diferencias de tamaño son siempre importantes. México es sesenta veces más grande que El Salvador o Belice, mientras Cuba representa cien veces el tamaño de Martinica, que no es la isla más pequeña de las Pequeñas Antillas. La geografía de los idiomas traduce cabalmente la historia agitada de la región. Los dialectos regionales han desaparecido casi por completo. Sólo quedan algunas palabras en los idiomas modernos del archipiélago. La erradicación de las poblaciones fue también la de los dialectos, la de las palabras que nombraban las cosas de la naturaleza. Hoy todavía se encuentran rastros de los idiomas amerindios en las comunidades rurales del norte y del sur de México, en las de Colombia y, sobre todo, de Guatemala. Unos centenares y, a veces, algunos miles de hablantes, utilizan los dialectos en las Guayanas. El conjunto de estos idiomas que no se escriben y se limitan a poblaciones poco numerosas, evoca la imagen de un calidoscopio. Algunos, tratando de darle lustre, forma e identidad quisieron hacer del criollo la lengua de la unidad regional. Forjada en las plantaciones para facilitar los intercambios entre los esclavos que hablaban dialectos distintos y, entre dueños y esclavos, la lengua criolla recibió mucho de los idiomas dominantes. El criollo es el idioma que se fue gestando a lo largo de los últimos cuatro siglos. Cuando la joven república haitiana salió al escenario internacional en 1804, impuso la lengua criolla como lengua oficial, pero su territorio quedó claramente delimita-do y ya no se extiende. Si la lengua criolla de Haití se expandió muy fácilmente merced a las importantes diásporas de este país, nunca pudo imponerse como un modelo imitable. Idioma de los esclavos de las islas, lengua de las poblaciones desplazada como es el caso del «cajun» de Luisiana, el criollo se limita a la expresión del afecto, de las emociones, capaz de expresar con suma sensibilidad, la alegría, la tristeza, el escarnio y, más que todo, burlarse de uno mismo. Es además la lengua de las metáforas de la poesía caribe. La lengua criolla, expresión de lo oral, usada en el contexto doloroso de la esclavitud, nunca pudo imponerse como idioma en los negocios internacionales. Sigue siendo lengua vernácula. Sin lugar a dudas, el inglés es el idioma que domina las relaciones comerciales y políticas. Refleja la fuerte presencia británica de los dos últimos siglos pero, se percibe sobre todo la sombra de la potencia norteamericana en los congresos y seminarios internacionales, en hoteles y aeropuertos, en las relaciones comerciales, en las transacciones financieras de cualquier tipo, incluso en las entidades y bancos offshore, en las aerolíneas, todo ello con el apoyo del dólar, instrumento de los intercambios entre las islas de Mesoamérica. La fuerte presencia del inglés coexiste con una amplia y antigua presencia del español que se beneficia hoy de una nueva dinámica de progresión. El idioma español mantiene su presencia desde la punta de Trinidad hasta Puerto Rico, incluyendo a los nuevos hablantes de Florida que casi empatan en número con los del inglés, debido a las fuertes comunidades de inmigrantes cubanos o de refugiados dominicanos. En Tejas, el español se burla de la historia al recordar que este Estado perteneció primero al virreinato y, luego, a la República de México. En ambos Estados, el español ya es una de las lenguas del sistema educativo, y es la que se usa en las grandes plantaciones, en las explotaciones ganaderas, y en las transacciones comerciales de las zonas fronterizas. Por fin, es también el idioma de una brillante literatura que ha celebrado los paisajes, los hombres y las pasiones del Caribe, desde Alejo Carpentier, hasta Miguel Ángel Asturias, sin olvidar a Carlos Fuentes y muchos más. De la historia agitada que dio lugar a un calidoscopio lingüístico sobrevive el francés pero con una importancia menor. Durante los dos últimos siglos, ha perdido el rango que era el suyo en el mundo aristocrático de las plantaciones caribeñas y del sur de los Estados Unidos. La francofonía de las elites del siglo XIX y principios del siglo XX cedió terreno frente a las realidades económicas pero, la francofonía más difusa y multicéntrica, halla nuevas resonancias. Este mosaico de idiomas es una ilustración de la gran ambivalencia en la que se mueve la región, que mira hacia el norte con la esperanza de encontrar El Dorado, y se siente igualmente empujada por una nueva dinámica latinoamericana que, si bien conserva las huellas de un pasado colonial, intenta afirmar las diferencias y la originalidad de su identidad. Con la evolución de los transportes durante el siglo XIX la región del Caribe quedó marginada. Los grandes barcos de vapor ya no necesitaban los mismos puertos de abastecimiento. Los puertos del archipiélago fueron perdiendo poco a poco esa función. Luego, el canal de Panamá abrió nuevas rutas que salieron reforzadas en el siglo XXI con la ampliación del canal. En muchos sectores, entre otros la agricultura, lo que era una ventaja en un mundo anterior se ha convertido actualmente en inconvenientes y problemas. Ahora, el archipiélago se encuentra, en numerosas ocasiones, apartado de los grandes flujos comerciales y humanos. Las extensas dimensiones de los espacios agrícolas o de las producciones industriales favorecen al continente y perjudican a las islas y, la discontinuidad política supone para ellas unos graves inconvenientes. Esta postura, más descentrada hoy de lo que fue en el pasado, acentúa las diferencias, los contrastes y las oposiciones. Los nombres de «regiones ultra periféricas», «ángulo muerto» atribuidos a la zona del Caribe, ponen de relieve esta postura. Para los pequeños estados del Caribe esa situación no es sólo perjudicial. Muchas veces les da oportunidades que aprovechan para negociar sus votos en la sede de la ONU o para obtener acuerdos particulares y medidas específicas. A lo largo de la historia de los últimos cuatro siglos, el mar Caribe, sus islas y sus costas fueron el crisol donde se fraguaron las sociedades contemporáneas. De igual modo que los otros mediterráneos del mundo, éste fue y sigue siendo el punto de confluencia de culturas diferentes. También fue el símbolo de la apertura al mundo. Hoy se construye una pertenencia caribe en torno y en referencia a este mismo Caribe. Los límites del Caribe no son por tanto fijos, claramente nítidos y precisos ya que no son fronteras políticas heredadas o contemporáneas. Se trata de geografías e historias, mares, costas, barreras montañosas, conquistas políticas, colonizaciones y sistemas económicos, sistemas culturales e ideologías, íntimamente entrelazados. Los resultados de cuatro siglos de historia han creado un entramado de relaciones. En algunas épocas predominaban las dimensiones y las geometrías. Hoy persiste cierta coherencia que tiende incluso a reforzarse. Por eso, los límites del Caribe pueden mirarse de distintas maneras, evitando las ideas predeterminadas o las aproximaciones. Las Grandes Antillas y el archipiélago de las Pequeñas Antillas enclavados en una primera cuenca bordeada por las costas de Venezuela, de Panamá, de Yucatán y Florida, la cual se puede integrar en una cuenca más extensa, si se le añaden el golfo de México y las costas de Tejas. En aspectos más o menos diversos, esos conjuntos pertenecen todos al Caribe. Más allá de esos límites, queda la posibilidad de adoptar una perspectiva más amplia para comprender mejor el Caribe en su conjunto geográfico e histórico. La salida al Pacífico que supuso un esfuerzo constante y un objetivo esencial para el tráfico y los flujos procedentes del Caribe. Por otra parte, la antigua «Mason & Dixon Line» en el paralelo 36°40 Norte, fue durante años frontera legal entre el norte y el sur de los Estados Unidos, y reveladora de un enfoque y de una sociedad diferentes. De ahí surgen también influencias que entran en juego en el Caribe, Desde el archipiélago, su epicentro por así decirlo, hasta las costas de Colombia o Florida, las facetas son múltiples, las intensidades diferentes. Con todo, sigue siendo el Caribe. Las sociedades que se desarrollaron en esta matriz han recorrido y siguen recorriendo trayectorias diferentes. Algunas adoptaron una actitud de encerramiento, otras manifestaron posiciones colectivas más abiertas, gracias a energías y oportunidades históricas más provechosas. La cuestión del destino futuro oscila entre esos dos polos: encerramiento y apertura. Muchos elementos incitan al repliegue y al encerramiento: niveles de vida, de educación, de salud a veces, atrasos de toda clase respecto al estándar de los países más ricos, la marginación y la dependencia económica. Muchos otros factores pueden llevar al Caribe por derroteros diferentes. Fundamentalmente y en el interior mismo de la región, tendrán que imaginarse las soluciones para lograr un desarrollo sostenible. Para emprender una dinámica de desarrollo beneficioso, las actividades tendrán que crear una sinergia en vez de oponerse. Cerca de los centros y gracias a unos medios de transporte eficaces, la región podría afirmarse como un espacio que necesita ser preservado. Así se podría descubrir de nuevo una naturaleza que sigue siendo fascinante para las sociedades ricas en busca de exotismo, y se constituiría un espacio profesional que requieren los nuevos tiempos. Una de las condiciones del éxito de ese Caribe emergente es interpretar positivamente el legado de la historia: el mestizaje y el criollismo. Si, en lugar de optar por un ensimismamiento identitario, causa de miserias y de violencias, se vale del mestizaje, que es lo mejor que tiene, se pueden elaborar y afirmar entonces identidades plurales y dar al Caribe una dimensión nueva de plataforma en el mundo que se está construyendo. Propensiones al encerramiento o a la apertura se presentan también en el Caribe emergente del siglo XXI. Ambas trayectorias se inscriben en los futuros posibles del Caribe. Arriba |
||||||||
|