POSICIÓN EN EL MUNDO Remolinos y surgimientos
Los tiempos geológicos que dieron su forma al Caribe, abarcan tanto los fenómenos de muy larga duración como los repentinos, y eso, con unas características constantes. En todo momento, la violencia de los fenómenos naturales y climáticos así como la fragilidad de lo edificado por la naturaleza y los hombres, han sido su marca de fábrica. De los movimientos lentos y potentes de las placas tectónicas –las cuales llevan millones de años colisionando, restregándose, hundiéndose unas por debajo de otras– surgieron las potentes cadenas montañosas y emergieron las islas formadas por las lavas en fusión, las cenizas, las nubes ardientes, de pronto azotadas por el mar. Apoyándose en estos primeros sustratos, se edificaron el istmo y el archipiélago, se enrocaron las formaciones calizas y coralinas y se acumuló el cieno en las ciénagas de manglares. Los elementos que conforman las islas y el istmo americano, separados de trecho en trecho por volcanes todavía muy activos, resultan de unos choques muy violentos. Los movimientos son esporádicos pero siempre acarrean cataclismos y sus características principales son a la vez la larga duración –la cual coincide con el tiempo de la surrección– y lo repentino, o sea: erupciones volcánicas, acumulación de cenizas, ríos de lavas, corrimientos de lodo. El movimiento de las placas se señala con regularidad a la atención de las sociedades que viven en la Meso América y en el archipiélago. Los ejemplos no faltan: la erupción de la Soufrière, –que obligó, hace diez años, a la evacuación de las dos terceras partes de los habitantes de la isla de Montserrat, al norte de Guadalupe– , el despertar del Popocatepetl, en abril de 2000, al sur de la gigantesca aglomeración de México. Se puede añadir el «exotismo» menos peligroso de la actividad submarina del Kick-‘em-Jenny, a poca distancia de un islote de las Granadinas, que provoca periódicos remolinos en el mar. Estos fenómenos volcánicos espectaculares se combinan con la violencia de los terremotos que azotan la región de forma permanente pero siempre repentina y a veces muy violenta. Durante los cinco siglos acaecidos desde la ocupación de la zona por los europeos, varios terremotos devastaron ciudades y campos. Su recuerdo permanece en las memorias, como el de Guatemala en 1976 que causó más de 20 000 víctimas o el que destruyó parcialmente la capital de El Salvador. Los habitantes de Haití tampoco olvidan la catástrofe que experimentaron en carne propia con sus 230 000 víctimas, la capital Puerto Príncipe arruinada, y un país ya debilitado ahora totalmente devastado. Esta intensa actividad es una de las características de América Central y de sus prolongaciones en el archipiélago y es responsable de los cambios drásticos que afectan a los habitantes, como el éxodo, a veces sin retorno, de comunidades rurales o urbanas. San Pedro de la Martinica nunca volvió al esplendor de finales del siglo XIX, Puerto Príncipe y la mayor parte de los municipios de Haití ostentan aún las llagas abiertas causadas por el terremoto. Así y todo, las poblaciones rurales del centro de México sacan provecho de los terrenos jóvenes y fértiles expulsados por los volcanes y el turismo saca beneficio de la actividad volcánica submarina. La naturaleza, las fuerzas tectónicas, dejan cicatrices, destrozan los paisajes, y uno tiene la impresión de que las sociedades que, a lo largo de la historia, se asentaron en estas áreas, han integrado esos movimientos y viven en simbiosis con ellos. Los mitos que elaboraron recuerdan la increíble energía de los cataclismos. Los europeos, al llegar ahí, modificaron profundamente los paisajes de América central y de las islas. En poco menos de dos siglos, una formidable migración florística colonizó todos los ámbitos del Caribe, mientras las especies vegetales autóctonas, en un movimiento contrario, salían a conquistar el mundo. La flora y la fauna, que habían evolucionado durante miles de años en un contexto de endogamia, debido a la presencia de las barreras andinas, sucesión de bloques ora hundidos ora levantados, y a un espacio insular discontinuo. Las condiciones físicas habían puesto limitaciones a la variedad, a la riqueza, a la adaptación de las especies. América del Sur había guardado características más bien africanas; América del Norte, mientras tanto, recordaba al Viejo Continente, porque el istmo había desempeñado el papel de frontera. Al descubrir estos parajes, los europeos que venían en busca de las riquezas auríferas y de las especias, eran también portadores de un ideal científico. Querían conocer y entender. Ya en los primeros viajes transoceánicos, todos los navegantes incluían en sus cargamentos un bien a menudo más valioso que el oro o que los productos manufacturados: pimpollos y semillas. No es mera anécdota lo de aquel capitán que racionaba el agua de la tripulación, y la suya propia, para poder regar y alimentar las plantas que transportaba. El paisaje exótico, un tópico en las publicidades del mundo contemporáneo, tomó cuerpo en los siglos XVI-XVII, con los cocoteros y las buganvillas. Los mangos, asaltaban las colinas, se volvían «salvajes», hasta el punto de que se llegó a creer que eran oriundos de las mismas Antillas o de Centroamérica. Introducido y desarrollado por los portugueses primero en las islas Canarias y en Madeira, el plátano conquistó las Antillas inmediatamente después del descubrimiento de 1492, y es la planta emblemática de estas migraciones. Menos conocida, porque es una planta de subsistencia, la yuca, procedente del continente asiático, ya había conquistado el viejo mundo tropical en la Antigüedad. Su implantación se inició en el Nuevo Mundo en el último decenio del siglo XV y libró de las hambrunas a los primeros colonizadores cuando se dignaron en adoptarla. Consciente de la importancia de las plantas, desde una perspectiva utilitaria, porque era necesario abastecer a las tripulaciones en las escalas y para el viaje de retorno, Cristóbal Colón, ya en su segundo viaje, llevaba en las bodegas de sus naves caña de azúcar y cítricos. América, en cambio, brindó en poco tiempo a las poblaciones de África la mandioca y el cacao, a las de Asia, el hevea, y a Europa el maíz, la patata y el tomate. Sólo bastaron unos pocos decenios para que la mandioca cambiara drásticamente el régimen alimenticio de las sociedades de las costas de Angola y del golfo de Guinea. Esos cambios supusieron un vuelco enorme a escala internacional. Hoy en día, el cocotero es el árbol emblemático de todas las islas y de las regiones tropicales. Esos cambios, achacables a la acción del hombre y que se desarrollaron en un espacio de tiempo de varios siglos, se unen a la brutalidad y a la fragilidad del entorno: se introducen nuevas plantas, los huracanes y las erupciones volcánicas las destruyen, pero cada vez se reconstituye un extraño conjunto florístico. En las sierras o en las colinas del archipiélago, los sistemas vegetales se agarran a las empinadas las laderas de las montañas. Entonces es cuando media el gradiente altitudinal, el cual introduce la diversidad así como los cambios repentinos que permiten pasar del bosque perenne higrófilo a unos paisajes esteparios sembrados de cactos. Un entramado tan complejo e inestable, que combina el relieve y el clima con los riesgos sísmicos, volcánicos y de los huracanes, hace muy vulnerables a los habitantes y acentúa el carácter precario de sus condiciones de vida. La precariedad es extremadamente elevada porque la mayor parte de las regiones expuestas está densamente poblada. Lo de San Pedro de la Martinica pertenece a la memoria colectiva, pero lo ocurrido en las laderas del Nevado del Ruiz en Colombia recuerda que hoy en día, los corrimientos de lodo debidos a la actividad volcánica o a las lluvias torrenciales siguen causando miles de víctimas. Construcción y destrucción son inherentes al Caribe. Además de estas características físicas particulares, parece que las sociedades del área han integrado la brutalidad y la fragilidad que presidieron a la formación de la región. En el espacio de tres siglos y acompañándose de movimientos múltiples y polifacéticos, se creó un inmenso puzle humano. Si en los países del istmo, y a pesar de las vicisitudes de la colonización, permanece el sustrato autóctono, es porque la naturaleza y la fragmentación del medio físico, han desempeñado un papel de nichos aislantes y protectores. Así pues, las costas de manglares o, en el interior de las montañas, las hoyas cubiertas de espesos bosques, protegieron a las tribus indias. En el archipiélago, sin embargo, la población que organizaba el espacio era totalmente alógena. Se dio en las Antillas, más que en cualquier otra región del mundo, el más formidable movimiento de sustitución de poblaciones. La brutal desaparición de las poblaciones autóctonas en los siglos XVI y XVII fue el elemento fundamental. No había voluntad política explícita de llevar a cabo un genocidio: la conquista, el encuentro con los españoles en primer lugar y luego con las potencias occidentales, pusieron de inmediato a las poblaciones locales en una situación pésima y provocaron la desaparición casi completa de los habitantes del archipiélago. Los pocos centenares de naturales que pudieron sobrevivir a las guerras y a las enfermedades fueron los que se refugiaron en las islas más austeras y de más difícil acceso. Los Europeos, en efecto, se desplazaban muy lentamente por las abruptas pendientes de Granada o de Dominica. Lo que llevó a este fatal desenlace no fue tanto la inferioridad numérica, igual en ambos bandos al ser poco numerosos los aventureros, sino la configuración espacial de la región, –de las islas en particular– , y la superioridad técnica. Con un entorno limitado, cerrado y relativamente exiguo, les quedaban pocas oportunidades a los indígenas para huir de sus perseguidores, contrariamente a lo que pudiera ocurrir en tierra firme. La superioridad técnica se manifestaba en todos los ámbitos. El mero contacto con los Europeos desató el contagio de enfermedades letales, que no lo eran por sí mismas, pero que pasaron a serlo para la población amerindia. En cambio, el paludismo y las enfermedades relacionadas con un clima cálido y húmedo, causaron un exceso de mortalidad entre los colonizadores; pero en Europa sobraban hombres y las bajas fueron pronto suplidas. Las sociedades nuevas nacen y se constituyen a veces en la violencia más absoluta. La sustitución completa de los pueblos indígenas por los colonos europeos y los trabajadores contratados dio origen a una población completamente nueva. A principios del siglo XVI, empezó un periodo de tres siglos en el que llegaron los Europeos. Eran pocos y con una mayoría de varones, a diferencia de lo que ocurrió en América del Norte adonde arribaron familias enteras. Los recién llegados fundaron el sistema económico de la plantación, basado en la esclavitud. Durante más de dos siglos, las relaciones humanas entre los amos blancos y la población esclava negra fueron marcadas por la violencia. Idénticos comportamientos se fueron reproduciendo entre les mismos Blancos y entre los Negros. En resumidas cuentas, el sistema esclavista, intolerable e injustificable, tal y como se organizó y permaneció en sus principios fundamentales, alcanzó una brutalidad de tal magnitud que las sociedades actuales siguen llevando su indeleble impronta. Los historiadores coinciden en el hecho de que unos diez o doce millones de individuos cruzaron el Atlántico para abastecer en mano de obra las plantaciones del Caribe. Tamaño desprecio por la vida ha dejado huellas en las relaciones interpersonales, aún en estos principios del siglo XXI. A la fuerza y por obligación, sin poder soñar con el retorno, los esclavos poblaron las islas y una parte de las costas bajas de la Meso América. La llegada de poblaciones asiáticas, de China o de la India, cuando la abolición de la esclavitud, alteró sobremanera la vida de las poblaciones. La aristocracia de los plantadores blancos se negó a pagar salarios decentes a la mano de obra negra, ya libre. Ya en 1838 y hasta 1924, los plantadores no pararon hasta conseguir traer mano de obra desde el continente asiático. A menudo, estos flujos migratorios superaron los 10.000 individuos al año para el conjunto de las Antillas y de las Guayanas, lo cual supone más de treinta barcos dedicados a la trata de negros. Las áreas donde se reclutaban estaban estrechamente relacionadas con las afinidades culturales y lingüísticas del personal encargado del reclutamiento, y, por ende, con las metrópolis europeas. Por lo tanto, la de obra que necesitaba, mientras Francia conseguía la que le hacía falta en la Cochinchina, recién colonizada. La abolición de la esclavitud hacía más complejo el panorama humano, y ponía de realce el mestizaje: propietarios y empleados blancos, mano de obra negra, trabajadores asiáticos contratados, a los cuales se venían mezclando otras poblaciones procedentes de las islas del Atlántico como Madeira. Estos cambios modificaban profundamente las anteriores relaciones e introducían nuevas diferencias. Las complejas relaciones, marcadas por la brutalidad, no impidieron que se crearan en todas partes, aun con diferencias, unas sociedades fuertemente mestizas. Durante más de cuatro siglos, la región del Caribe fue tierra de inmigración, voluntaria o forzosa. El sueño con un Eldorado tropical o norteamericano estuvo mucho tiempo en la mente de los habitantes del Viejo Continente. Muchas nacionalidades y todas las clases sociales se juntaron ahí. Desde los pescadores vascos que se instalaron en Cartagena o en Mantequera, a los Alemanes que colonizaron algunas cuencas interiores de los Andes de Venezuela, pasando por los Españoles que fundaron y organizaron los países del istmo, sin olvidar a los Holandeses que introdujeron la transformación de la caña, ni a los judíos, ni a los protestantes que huyeron de las persecuciones. Los viajes largos y difíciles, las condiciones de vida austeras, eran parte de los obstáculos que tenían que superar los que venían a crearlo todo desde la nada. Pero, contra vientos y mareas, se hizo realidad la ilusión de un paraíso al alcance de la mano, fortalecida por los mitos y el clima. Vinieran de donde vinieran, éstas fueron las condiciones en las que evolucionó, viviendo de forma casi autárquica, la ingente masa de los campesinos pobres. El puerto fue, por antonomasia, el lugar de contacto entre las sociedades tradicionales y la modernidad emergente. Desde ahí se enviaban los productos exóticos que no se encontraban en el Viejo Continente; también era puerta de entrada para los productos manufacturados. Los negros libres hallaban ahí un refugio y acudían los ex esclavos atraídos por el espejismo de un posible trabajo. Fue ahí principalmente donde apareció la modernidad. Al puerto llegaban las noticias, las ideas revolucionarias, arribaban los primeros barcos de vapor, llegaban las máquinas que contribuyeron al declive del ingenio y al mismo tiempo al nacimiento de la fábrica. Estos intercambios complejos, tan brutales como los fenómenos anteriores, acarrearon una descomunal transformación del campo. En la segunda mitad del siglo XX, en muy poco tiempo, el fenómeno urbano se disparó. La ciudad se impuso en todos y cada uno de los Estados insulares con los efectos de la crisis de las producciones agrícolas de los años sesenta, fueran tradicionales como la caña de azúcar, o de sustitución como el plátano. Se impuso también con el descomunal incremento de la población que resultó de la tercerización de las economías y de la mejora de las condiciones sanitarias con el consiguiente y espectacular descenso de la mortalidad. Las crisis agrícolas y una población rural excesiva originaron un enorme éxodo rural que llevó a una ingente masa campesina a buscar trabajo en todas las ciudades del Caribe, del istmo y del continente sur. Las aglomeraciones se expandieron entonces de forma tentacular y en todas partes ocuparon e invadieron los espacios circundantes. Estas poblaciones desarraigadas, que sus precarias condiciones socio económicas hacen muy vulnerables, se instalan en las zonas insalubres de manglares o en las abruptas laderas de las colinas, originándose a continuación los barrios de chabolas de Kingston, Puerto Príncipe o Pointe à Pitre. En esos barrios edificados sin permiso, fuera de todas las normas, la insalubridad es absoluta y la violencia extrema. No impera ninguna ley, sino la del más fuerte y la vida humana importa poco. Se reproducen las relaciones sociales anteriores y los más amenazados son los más vulnerables, las mujeres y los niños, como siempre. Falta tiempo todavía para que se imponga la necesaria seguridad y para que mejore la vida cotidiana en los barrios de chabolas caribeños. Luego, con mayor o menor rapidez, aparecen los inmuebles de viviendas colectivas al lado de las casuchas de madera con techo de chapa y de las lujosas mansiones. Junto a estas formas de urbanismo se desarrollan, brutales e indecentes las zonas comerciales y los polígonos industriales; modélicos en el caso de Puerto Rico, de la República Dominicana y de Martinica. Los rótulos son lo único que permite saber que uno está en tierras francófonas, anglófonas o hispanófonas. En cuanto a las marcas, son tan numerosas como variadas (Coca Cola, Mac Donald, Toyota, Siemens y un largo etcétera) y ponen de manifiesto la globalización de la economía. Estos centros comerciales introducen otros modelos de funcionamiento urbano basados esencialmente en el consumo. Entonces, no es mera casualidad si abundan en algunas islas mientras permanecen en otras las redes comerciales de antes, dando fe así de un nivel de vida muy bajo. Entre los taxis bamboleantes de Jamaica de Haití o de Cuba, las limusinas de Puerto Príncipe o Trinidad, y los potentes coches de Martinica, el mundo urbano se infiltra en la vida cotidiana, hace retroceder los espacios agrícolas y los modos de vida rurales. En todas las islas, ricas o pobres, los atascos ponen de manifiesto que los coches son las mentiras de la modernidad. Las brutales mutaciones y la fragilidad están también en las masas de jóvenes desempleados que hacen pedazos la imagen de serenidad apacible de las ciudades de los años 60-70. Los centros urbanos, ayer tranquilos y con aire pueblerino, se parecen cada vez más a los centros muy deteriorados de las grandes urbes americanas, refugio de las poblaciones marginadas por el paro. La inmigración clandestina acentúa todavía más las distintas formas de exclusión: el mejor ejemplo lo encontramos en la isla de San Martin o Guayana. En estos entornos, las drogas duras, como el crack, o la prostitución están estrechamente relacionadas con la violencia. Pointe à Pitre o Kingston pueden presentar los mismos aspectos sin que uno se sorprenda, pero Castries o Cayena, tan apacibles en los años 70 u 80 son ahora ciudades peligrosas. Las perversiones se multiplican, abundan los rateros y los camellos de mayor o menor envergadura. Como respuesta a esta situación y a imitación de lo que pasa en el continente o en las grandes metrópolis, las clases socio económicas más acomodadas se mudan y se instalan en una prominencia cercana, o en unos guetos de lujo más alejados del centro. Cualquiera que sea la opción de esos ricos moradores, la diferencia entre los dos mundos es enorme. Estas mutaciones se están verificando en la actualidad y son duraderas. Aunque son fenómenos recientes, tienden a amplificarse y a propagarse por todas las islas, incluso las que parecían más seguras. Hoy en día, el gran número de jóvenes y de actividades obsoletas generan movimientos migratorios en dirección a las antiguas metrópolis y preferentemente hacia los Estados Unidos y Canadá, nuevos Eldorados en este final del siglo XX y albores del XXI. El Caribe se ha convertido esencialmente en zona emisora de emigrantes. Los flujos migratorios se iniciaron con el embargo que se impuso a Cuba, arreciaron con las guerras civiles que asolaron durante mucho tiempo Estados tales como El Salvador, Nicaragua o Surinam, se mantuvieron con los regímenes sin ley de los cuales Haití sigue siendo el arquetipo, y continúan en la actualidad, debido principalmente a la pobreza de las poblaciones. El desarrollo del transporte aéreo ha facilitado indudablemente los intercambios, los ha intensificado y ha modificado la definición de la palabra cercanía. Sin ser el único, se ha convertido en el principal vector de los movimientos migratorios. Los medios de comunicación se hacen eco a menudo de las migraciones clandestinas, de los medios de transporte precarios, como por ejemplo los balseros cubanos o los boat-people de Haití, que nunca están seguros de encontrar un atracadero. La gente se da así cuenta de que lo que incita a los inmigrantes a abandonar su tierra es la situación en la que viven. La llegada al país de destino está también marcada por la brutalidad: los grupos étnicos, aunque sean mestizos, conservan las huellas de su origen africano y se les pone a menudo muy mala cara. Les cuesta mucho integrarse en los países desarrollados, porque el nivel de calificación de la mayoría de ellos es bajo. Es posible que su vida en los guetos de Londres o de Nueva York, los ampare contra la dureza del exilio y las relaciones sociales difíciles, pero no favorece en absoluto la integración. En muchos casos, sólo una minoría se libra de las dificultades: los intelectuales, los artistas y los deportistas de cuyo talento se suele hacer cierto caso. El vaivén de esas diásporas es más complejo de lo que parece a primera vista. Las migraciones entre una isla y otra pueden acabar en migraciones a unos lugares más remotos, las islas desarrolladas sirven a veces como etapa, como base sólida para adquirir experiencia, para desarrollar habilidades, para que los niños vayan a la escuela en un entorno parecido al de la isla de origen. Estas etapas intermedias propician, además, los intercambios comerciales entre las islas del Caribe, entre cada isla y el continente. Las baratilleras de Haití, de Fort-de-France o de Pointe-à-Pitre tienen intermediarios en Curazao, en Caracas o en Puerto Rico. Hoy en día, los movimientos migratorios son más rápidos y más imprecisos. Unos se marchan, otros vuelven a su tierra. El tiempo pasado en otro lugar puede ser más o menos largo, con retornos episódicos. Los turistas, los pensionistas antillanos o metropolitanos vienen a pasar unos meses en el archipiélago. Otros vienen de otros lugares. El mito de un clima tropical suave, o el sueño con el retorno al país de nacimiento, en particular para los que se pasaron años trabajando en el hemisferio Norte, son fuertes alicientes. Así se generan migraciones anuales, originales, recientes, pero que se van desarrollando. Desde el campo hacia la ciudad, desde una isla hacia otra isla, desde las zonas ricas del norte hacia el sur o lo contrario, el archipiélago parece haberse convertido en una encrucijada por donde pasa más y más gente. El mestizaje, elemento constitutivo de la región, a imagen y semejanza de lo que sucede en gran parte del mundo, se incrementa y propicia encuentros de lo más fecundos que demuestran que se ha tenido en cuenta la alteridad. Esto se nota en lo variopinto y abigarrado de las muchedumbres, en una literatura más abierta al mundo circundante, en las actividades artísticas que se llevan a cabo a través de continuos viajes de ida y vuelta. La identidad Caribe se fragua en estos movimientos innovadores y creativos, se afirma y se impone con respeto a otras. ¿Cabe esperar, pues, que estos movimientos reduzcan la brutalidad y la fragilidad que sufrió la población caribeña? Traducción : : Alain Belmo, Alfred Regy Arriba |
||||||||
|