ECONOMÍA
 
Algunos paisajes emblematicos

 

Intentar describir lo que es el Caribe es todo un desafío por ser tan grande la diversidad en cortas distancias. No es demasiado pertinente establecer comparaciones, excepto si cotejamos los llanos venezolanos con las extensas llanuras del continente norteamericano. ¿Qué recordar entonces de aquel sinnúmero de imágenes que saltan a la vista del viajero o del residente? Nos pareció que ciertos paisajes pudieran esbozar una fotografía de lo que es la cuenca. Son representativos de los paisajes más comunes y al mismo tiempo expresan lo que es realmente el Caribe. Los habitantes se acostumbraron a ellos y les tienen un profundo apego. En la época de una globalización que algunos quieren que sea monocolor y unívoco, aquellos paisajes forman parte de la identidad caribeña.

Cañaverales y bananales, herencia de una historia dolorosa

Cañaverales y bananales son los verdaderos paisajes emblemáticos del Caribe, aquellos que lo vinculan a una historia próxima y lejana a la vez.

La caña de azúcar, símbolo de la explotación esclavista, sigue siendo un cultivo en relación con la identidad. ¿Hay un caribeño que no sea capaz de describir los cañaverales que invadieron los espacios llanos o poco empinados tanto del archipiélago como del istmo, con sus hileras apiñadas y su inextricable batiburrillo que permitía, a costa de profundos rasguños, esconderse durante algún tiempo de la mirada del amo o del administrador y todavía hoy, de la ley? Al ver el color verde suave de los brotes nuevos o el color verde dorado de las cañas cortadas, cualquier caribeño puede deducir cuál es el período del año, y no hay caribeño que no sea capaz de enfatizar la elegancia de las cañas en flor durante los meses de noviembre y diciembre.

Si las máquinas –por razones de rentabilidad– se sustituyeron a los corteros, a las mujeres que ataban los tallos y transportaban la caña y a los “cabrouets” (carretas tiradas por caballos o bueyes) que llevaban la caña al ingenio, el período de la zafra hoy todavía se anuncia en los medios de comunicación, y afecta la vida de las islas de las pequeñas Antillas cuando el viento trae las fibras ennegrecidas de los tallos quemados en ligeras volutas hasta al interior de las casas.

Desde Cuba que hizo de la caña un cultivo representativo del triunfo de la Revolución frente al imperialismo norte americano, hasta las pequeñas islas donde difícilmente sobrevive, la caña, mediante la producción de azúcar, cuenta la antigua riqueza de aquellos territorios. Y el ron también expresa la buena convivencia y el intercambio.

Pueden cambiar las denominaciones –“ti punch”, mojito–, y variar las mezclas –piña colada, cuba libre, “planteur”–, todas contienen un fragmento de la historia de aquellos espacios.

Los bananales, muchas veces en las mismas parcelas, suplantaron los cañaverales; se extienden en los anchos espacios llanos de las zonas costeras del istmo y de las grandes Antillas. Aquellas plantaciones son una expresión del período contemporáneo –fin del siglo XIX y siglo XX– y ahora y como siempre son el testimonio de economías extravertidas, en las cuales los intereses extranjeros dejan sus huellas. La United Fruit Company no sigue siendo el explotador de las grandes plantaciones del istmo, sin embargo, permanece en todas las memorias y se dedica ahora a la exportación de frutas.

Los vastos cuadriláteros atravesados por caminos que permiten cuidar y cosechar los racimos, las redes de tuberías que sirven al riego por goteo de las parcelas, las vagonetas, los ferrocarriles que transportan las producciones hacia los puertos de embarque, son tantos elementos que forman, hoy todavía, la identidad caribeña. El banano es una planta frágil (de hecho, es una planta herbácea del género Musa) que resiste poco a las borrascas en período de ciclones. Los medios de comunicación muestran entonces las imágenes de devastación de los tallos derribados y alineados como si fueran cerillas. Para intentar proteger las plantas de la fuerza del viento, en las islas rodean las parcelas con setos vivos con el fin de evitar los daños. Así, el campo abierto del istmo se opone al boscaje de anchas parcelas de las islas y los trenes del continente a los camiones cargados de contenedores. En ambos casos, el puerto y su eficacia para asegurar el transporte con la mayor rapidez posible, son factores claves de la rentabilidad de la producción.

Los cultivos en bancales en el istmo

Bien se observa este modo de cultivo en el istmo. Viene de una larga tradición amerindia: durante el imperio inca como en tiempo de los aztecas, adaptaron las vertientes empinadas de las cordilleras, igual que en muchas otras partes del mundo. Los campesinos edificaban rellanos de casi un metro de altura en las vertientes de la sierra, sostenidos por muretes en seco. Entonces, añadían tierra en aquellas superficies llanas, creando zonas cultivables meticulosamente cuidados, según se sabe. Aquellas técnicas no son propias del mundo amerindio, están presentes en el sureste de Asia donde originaron la fama de Bali, y en el mundo mediterráneo donde hoy declinan. En las cordilleras de América, aquellas construcciones casi verticales todavía hoy son impresionantes.

Las poblaciones montañesas de Guatemala, sobre aquellos espacios limitados, desarrollan actualmente una intensa actividad hortícola que suministra el mercado interior pero también produce para la exportación. Un ingenioso sistema de recuperación del agua permite regar las parcelas para acrecentar los rendimientos.

La milpa y el huerto criollo: dos ejemplos heredados de la agricultura de subsistencia

La milpa es el cercado junto a la casa campesina en el que los peones de Centroamérica cultivan el maíz, los frijoles y las raíces que satisfacen las necesidades cotidianas de las humildes familias del mundo rural. Muchas veces situadas en las tierras altas, también producen patatas y hoy en día cada vez más cucurbitáceas, particularmente calabazas, a las cuales se mezclan los tomates, oriundos de la región.

El huerto criollo es un legado directo del período esclavista cuando los dueños permitieron que los esclavos cultivaran legumbres y raíces para sus propias necesidades. Aquella disposición permitía a menudo que los dueños ahorraran grandes cantidades de alimentos, pero fue también un espacio de libertad y, a veces, una posibilidad de reunir un peculio que alimentaba la esperanza del rescate.

El huerto criollo siempre está junto a la casa y tiene muchas veces el aspecto de una maraña que puede parecer inextricable, sin embargo tiene una organización muy coherente de los cultivos. Sobre pequeñas superficies permite el cultivo de raíces como el ñame (dioscorea alata) y el mapuey (dioscorea trifida), oriundas de la región, que se cultivan en caballones de donde surgen los rodrigones que sostienen los plantones. A menudo se encuentran malangas (“chou de chine” en francés, “dasheen” en inglés) que durante el año se cultivan después de los ñames. Hoy, en aquellas pequeñas superficies crecen las hortalizas (lechugas, tomates, nabos, zanahorias, pepinos) y los imprescindibles pimientos, limoneros, cocoteros; no faltan algunas cañas y unos bananos que dan el toque final al paisaje.

Según los conocimientos de ciertos agricultores, el huerto criollo es también donde crecen las plantas medicinales que se usan en la farmacopea caribeña: dos ejemplos de estas producciones tradicionales son una planta de la familia de las zingiberáceas cuyo nombre vernáculo es “A tous maux” en las Antillas Francesas, y el achira (tolomanen francés, arrow-rooten inglés).

De aquella riqueza, el caminante que va de prisa no tiene idea alguna, acaso habrá distinguido una profusión de plantas.

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Autores : Monique Bégot, Frédérique Turbout

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